VII (sobre una cosa importante)
Al margen de
parecer un neo-Tarzán con bañador de licra ejecutor de fenomenales planchazos,
el personaje de Burt Lancaster en El
nadador es, sobre todo, un dios, un dios verdadero, es decir, un ser
atemporal ─que no omnisciente ni omnipresente ni eterno (cosas chabacanas)─,
sino atemporal, el que consigue, desde el mundo de las ideas, sortear
ejemplarmente los atribulados designios de la podredumbre biológica que es
nuestra vida, abocada a la linealidad y al fin material. Ya lo precedieron o
continuaron en la ficción otros muchos, siendo el más insigne de todos Alonso
Quijano, que por correspondencia valdría decir aquí que es un Zeus; otros han
sido Dorian Gray o el funambulesco Pedro de Arrebato.
En la vida real lo habrán sido y lo serán quienes hayan logrado atravesar el
más radiante de los límites: que mediante la ensoñación ─es decir, la mezcla
perfecta entre desarraigo, deseo y consciencia─ hayan penetrado en un nuevo
orden perceptivo, tanto que la realidad les suponga un alejado paisaje lluvioso
mientras ellos rondan las tibias colinas de la atemporalidad, de la fantasía,
de la levedad, desprendidos de las cargas mortales: situados en la ensoñación,
viran conscientemente alrededor de un sueño, es decir, su entera percepción ha
olvidado la realidad, y no opera esta fantasía ya como una distracción o un
paréntesis ocioso, sino que no hay más paradigma para ellos; su consciencia se
ha trastocado por entero, viven otra
cosa. Ned Merrill salta en las prístinas piscinas de sus vecinos o Alonso
Quijano encara Sierra Morena igual que Digory Kirki salta en los mágicos
anillos-charco de su tío. Hacia la infancia, hacia Narnia, hacia una época
ideal de caballeros andantes, hacia la salvación, hacia donde entre el olvido y
la fantasía fulge la Verdad, donde desaparece la última línea y se hace cierta
entonces, aunque sea dentro de cada uno, la posibilidad de nadar «millas y
millas por el río».
*Nota: hay que leer el relato magistral de John Cheever, claro.
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