Javier Marías, fundador

Quien escribe esto es hispanista. Quien escribe esto nació en 1996 bajo el signo de Cáncer. Quien escribe esto lo hace el domingo dieciocho de septiembre de 2022, y lo hace pensando que es el primer domingo de su corta vida lectora como adulto en que no puede leer las palabras de su novelista favorito en su columna periodística habitual. Sí, quien escribe esto experimenta en la clara mañana dominical algo que nunca había sentido antes: orfandad literaria. Ha fallecido el novelista, lo hizo justo el domingo anterior, sin embargo, es ahora cuando el que escribe esto de verdad se da cuenta de ello, por mucho que haya pasado la semana entera comentándolo correo electrónico arriba y abajo, llamada telefónica arriba y abajo, café arriba y abajo con amigos y colegas lectores. No, no ha sido hasta el octavo día que quien escribe esto ha sentido de verdad que el novelista ha muerto, que falta, que ya no volverá a ser aunque haya sido, que ya no volverá a contar aunque haya contado tanto.

Quien esto escribe se paraliza ante la pantalla antes de escribir lo que va a escribir. En ese momento (que es este, ahora), sentado a su escritorio, sabe que no puede obviarse así mismo aunque el novelista sea quien ha de recibir el homenaje. Lo sabe porque, si tiene la más mínima idea de cómo funciona la literatura, entiende bien que, como dijo Paul Auster en Oviedo en 2006, «La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector». Así, uno debe armarse de humildad pero también de descarada sinceridad, y decir: hablaré de mí cuando hable de lo que he leído, porque no queda otra, porque eso soy yo. Así las cosas, cuéntese el inicio de hispanista y el inicio como persona de quien esto escribe porque en su día leyó. Cuéntese el valor de Javier Marías. Javier Marías, fundador.


Fundación del estudiante

 Sería una mañana de septiembre de 2015, sentado en una bancada en la Facultad de Letras de Alcalá. Ahí presente, quien esto escribe leyó a Marías por vez primera con los labios cerrados de una fotocopia descentrada, durante el inicio de un curso de Teoría Literaria: «La literatura es también una forma de pensamiento, y no creo que a eso pueda renunciar el mundo […] Hay cosas que sabemos sólo porque la literatura nos las ha mostrado […] Hay saberes e intuiciones que no son expresables o no se manifiestan en un lenguaje exclusivamente racional […] Hay una enorme zona de sombra en la que sólo la literatura y las artes en general penetran». Aquel fragmento, aquí más fraccionado aún, pertenece a un artículo de Marías publicado en El País el quince de diciembre de 1997, titulado “Una pobre cerilla”. 

    Bien, pues esa misma semana, solo dos días después, quien escribe esto se encerró en su habitación de residencia de estudiantes y leyó lo siguiente, enfebrecido: «No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias […] Contar es casi siempre un regalo, incluso cuando lleva e inyecta veneno el cuento, también es un vínculo y otorga confianza, y rara es la confianza que antes o después no se traiciona […]». Quien esto escribe aceptó el regalo, tragó el veneno, confió y aceptó ese raro pacto, ese raro cuento que sólo estaba empezando, el que propone intensamente Tu rostro mañana. En menos de una semana estaba fundado el estudiante, muchos antes de leer a Propp, Genette o Ricoeur.

 

Fundación de la persona

Es esta misma mañana de domingo dieciocho de septiembre de 2022. Ante la inminencia de la vida adulta plena, de unas oposiciones, de un trabajo, de un amor y unas relaciones maduras, en fin, del inicio auténtico de la vida, uno se plantea que irremediablemente tiene una responsabilidad: ser.

Los veinte son años para obsesionarse, para obsesionarse por quién es uno, por quién va a ser durante esta y las próximas décadas de su vida. Uno habla con los amigos y todos estamos igual: locos. Se obsesiona uno por ir resolviendo (o malamente escondiendo) carencias, por ir haciéndose persona. Así, se obsesiona uno con la extranjería perpetua del ser, y lee Todas las almas. Luego se obsesiona con la memoria, la familia y la sinceridad, y lee Corazón tan blanco. Luego se obsesiona con el respeto, el interés y el saber callar y el saber decir, y lee Mañana en la batalla piensa en mí. Luego se obsesiona con la verdad, la lealtad, la desmesura y la perversidad, y lee Tu rostro mañana. Luego se obsesiona con la muerte, y lee de una tacada Los enamoramientos. Luego se obsesiona con el amor, la paciencia, la soledad y la dignidad, y lee Berta Isla. Luego se obsesiona con el honor, el comedimiento, la piedad y la justicia, y lee Tomás Nevinson.

Conforme va leyendo todo eso, pone una marca de confirmación junto a cada concepto en la larga Lista de Ser Persona, y en un verano de lectura rauda puede uno no sentirse completo ya, pero sí al menos sobre aviso, y entonces poder decir donde vaya algo como «oye, tienes que leer al Marías, ya verás, ¡qué tío era, todas se las sabía!».


En fin, sí, al cabo de las lecturas uno va sintiéndose un poco más apuntalado, un poco más individuo y menos muñeco de trapo, pues gracias a las páginas leídas ya no agita uno los brazos tontamente contra las penas, sino que ahora a estas mismas con cierta maña sabe estructurarlas, es decir, que aprende uno a obsesionarse menos y a pensar más, pues el material sobre el que pisa ya no es la desnuda cicatriz de la vida, sino el revestido viento que lleva palabras. Sí, mucho como estudiante en su día comenzó con él, y mucho como persona también con él se ha ido definiendo. Leer a Marías ayuda a fundarse y a construirse. La novela, territorio de escritor y lector. Leer a Marías es escribirse. Dicho queda. ¡Adelante!


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