I (sobre la felicidad)

Gracias al cine y a la televisión que he visto, gracias a todas las novelas y los poemas y los ensayos que he leído en mi vida, acolchada pero ansiosa ─como las vidas vistas y leídas, la mía se desarrolla también en una paradójica tensión hermética que mana de la combinación de la emoción desbordante (pulsiones del personaje) y de la protección material de la clase media (límites ficcionales)─, sé lo que es la felicidad, y a veces consigo experimentarla de forma consciente y fulgurante: esa sensación que para la mayoría es solo una sombra recuperada siempre desde el pasado, es barro real y presente sobre mis hombros, frío y contundente, tan contundente que te vuelve loco. Si buceas en todas esas vidas, en las de las películas y las novelas y los poemas, y las suspendes, si les quitas el oxígeno, si las dilapidas con un cargamento de barro viscoso y extraes su más fina luz, que sería casi como la voluntad de la que Schopenhauer hablaba, obtienes la reducción absurda de todas las pasiones, de todas las emociones: la felicidad. Plana, infinita, vacía. No, nuestro destino no puede ser la felicidad pura, que lleva a la parálisis, sino la felicidad en conflicto, es decir, no la obtención y el aislamiento de la voluntad schopenhaueriana, sino la maleabilidad consciente de la voluntad de poder nietzscheana. Sin embargo, me han entrenado para la hermenéutica perfecta (que es la hermenéutica conveniente), y la síntesis sensitivo-conceptual que he hecho de todas esas vidas vistas y leídas ha catapultado a la mía hacia la ingravidez total, hacia la felicidad ciega, puesto que, en un ejercicio teórico y dada la ausencia de peligros que concede la mencionada clase media puede vivirse en planteamientos teóricos me he posicionado en el centro de todas, imperturbable y atemporal. Alucinado y estático. Feliz.


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